Slow Humanities. Un manifiesto

Slow Humanities. Un manifiesto

La idea “filosófica” de la universidad hace ya tiempo que es eso, sólo una idea: la universidad como institución dotada de una misión trascendental –recordemos el título de Ortega, La misión de la Universidad– en relación con la orientación hacia los fines esenciales de la vida humana. Un espacio de integralidad –de construcción de una idea integral del mundo y del ser humano capaz de marcar los fines esenciales de su vida–, de universalidad –universalización de los intereses particulares opuesta al pragmatismo– y de comunidad –la común unión en la voluntad de investigar la verdad–. Según la teorización humboldtiana-fichteana, la universidad designaba el espacio de independencia con respecto al mundo exterior, a los compromisos e intereses de la vida real, y la preparación para la participación activa y productiva en ella.

No parece que nadie mire con nostalgia esa idea de la universidad. En la actualidad sabemos que no es real –ni probablemente deseable– ese espacio supuestamente puro en el que se cultivaría libremente la verdad al margen de las urgencias materiales de la vida. O que sólo era la faz ideológica de una institución elitista y conservadora del orden establecido. Hace tiempo que las instituciones de educación superior y los profesionales que trabajan en ellas han asumido que su responsabilidad y función social les compromete a participar en la vida social y a contribuir a la mejora de sus condiciones materiales. Asimismo, es un hecho admitido que el conocimiento es un factor productivo de primera magnitud, lo que hace que las universidades tengan un papel protagonista en el propio sistema productivo. La dicotomía entre profesionalización e investigación que hace casi un siglo se planteaba Ortega y Gasset, ya no parece tener sentido ni siquiera en un ámbito académico tan orientado a la “pura investigación” como es el de las humanidades, que asume de modo cada vez más decidido la necesaria profesionalización de sus enseñanzas.

A pesar de que no creamos ya en aquella idea de universidad, la sociedad parece seguir demandando de las instituciones de educación superior que no sólo formen profesionales y produzcan conocimiento socialmente útil sino que sigan encarnando aún el principio de libertad y de crítica social como una de sus finalidades principales. Es también la visión de muchos profesores universitarios que de algún modo afirman la creencia en una universidad animada –como señaló J. Derrida hace ya más de veinte años– por un “principio de resistencia incondicional del pensamiento”: “La universidad debería, por lo tanto, ser también el lugar en el que nada está a resguardo de ser cuestionado”.

Hay muchas evidencias, sin embargo, de que el actual devenir de las instituciones universitarias es contrario a los principios en los que se depositan los fines mismos de la universidad. El proceso de corporativización de la educación superior, que asimila las universidades a empresas, según la aplicación de un modelo económico neoliberal, afecta gravemente a sus más importantes actividades, la docencia y la investigación, poniéndolas seriamente en riesgo, estandarizándolas y sometiéndolas a formas de colonialismo epistémico.

En cuanto a la docencia, algunos aspectos derivados de ese modelo empresarial, ya suficientemente conocidos y estudiados, son: la progresiva estandarización de la docencia, la formalización y virtualización impersonales de las enseñanzas, la creciente pérdida de significatividad de los aprendizajes y el deterioro de las condiciones psico-orgánicas del profesorado, colectivo sometido a índices de estrés superiores a la media social. La anómala situación que la pandemia ha planteado a la docencia ha acelerado algunos cambios que ya se venían produciendo relacionados con la aplicación de las tecnologías digitales en ese ámbito, contribuyendo más aún a la estandarización y a la impersonalidad señaladas. La llamada a la “máxima presencialidad” de las conferencias de rectores no ocultan que algunas de las nuevas prácticas han llegado para quedarse: reuniones, comisiones, tribunales celebrados telemáticamente y con frecuencia incapaces de convocar una verdadera comunidad intelectual.

Asimismo es perceptible hace tiempo el cambio radical que el modelo corporativo ha introducido en la investigación: desempeñada según el modelo del management, la investigación no dispone ya de tiempo para la reflexión y para el pensamiento creativo; subordinada al imperativo de productividad y expuesta a las reglas de la libre competencia, las investigaciones se ven obligadas a someterse a criterios cuantitativos, como el factor de impacto de las revistas, cuyas serias limitaciones han sido suficientemente puestas de relieve (Declaración de San Francisco sobre Evaluación de la Investigación, 2012), así como a hiperespecializarse y a hacerlo en asuntos que sean rentables de manera inmediata, derivándose hacia la investigación aplicada y abandonando la básica.

Determinadas áreas como las humanidades, cuya investigación es esencialmente no-conclusiva, son especialmente perjudicadas en ese modelo corporativo: comparadas según un único patrón con otras áreas científicas que sí obedecen a la positividad de los resultados, son sometidas a un modo de producción de conocimiento ajeno a estas materias, que penaliza la publicación de libros —cauce fundamental de la investigación en estas disciplinas— en beneficio de los artículos en revistas indexadas —un modo de difusión ligado, ante todo, a las ciencias de la naturaleza y exactas—, según criterios también mercantilizados. En algunas áreas específicas, como la de filosofía, esas revistas científicas de “primer nivel” escasean o, las que hay, tratan de temáticas que sí se prestan a los enfoques científico-positivos. De este modo, las áreas que con más dificultad encajan en el modelo corporativo quedan relegadas en los procesos de obtención de proyectos de investigación y de contratos para jóvenes investigadores, o en los reconocimientos de la labor investigadora y de acreditación de profesorado. Más allá de ello, la consecuencia de la aplicación de ese modelo a la investigación en humanidades es el empequeñecimiento del campo de investigación, la creciente superficialidad o irrelevancia de las investigaciones publicadas y la pérdida de la genuina motivación investigadora de los profesores, hasta el punto de invertirse radicalmente las prioridades de la propia actividad investigadora: es la necesidad de producir y de publicar lo que se convierte de facto en el motivo para investigar y no el deseo de conocer, profundizar o innovar en un asunto lo que se traduce más tarde en la publicación de lo conocido, profundizado o innovado. La gravedad de la situación es tal que puede hablarse de una efectiva “proletarización cognitiva” que afectaría especialmente al ámbito académico con el peligro de la implantación en él de una verdadera “estupidez sistémica” (B. Stiegler).

Bajo la presión de este modelo neoliberal y mercantil, el planteamiento de fines autónomos para la universidad cede ante la progresiva concepción instrumental de su cometido, ratificando, tal vez, el avance generalizado de lo que M. Weber llamó proceso de racionalización occidental: el espacio público y compartido es reducido a pura organización estratégica de los medios adecuados al éxito y a la utilidad, al mismo tiempo que, complementariamente, el ámbito cualitativo de las ideas y los valores se refugia en la subjetividad y en el mundo privado. Se corre el riesgo, en efecto, de que la investigación vocacional y de largo aliento sea obligada a sobrevivir extra muros de la institución, expulsada definitivamente del trabajo universitario, mientras este último es absorbido por los imperativos funcionales y burocráticos. La propia organización interna de la universidad amenaza con convertirse en la mera gestión de intereses fácticos en régimen de recíproca competencia. En ese sentido, no parece exagerado el pronóstico weberiano relativo a la invasión de la profesión por el dominio de técnicos interesados exclusivamente en la aplicación acrítica de procedimientos y criterios gubernamentales, “funcionarios a sueldo” que se transforman en “puros cazadores de cargos”. Se somete, así, a los intereses del sistema esa “comunidad de investigadores”, formulada por tantos pensadores —como Ch. S. Peirce, J. Habermas o H. Putnam— y basada en los principios autónomos del reconocimiento recíproco y de la argumentación intersubjetiva.

El peligro de que este modelo de universidad-empresa produzca conocimiento ideológico, “ritualice los saberes” (Sánchez Ferlosio) y contribuya a ahogar el pensamiento y la crítica social, es patente. Estos efectos nocivos se perciben con toda claridad dentro del propio espacio académico pero aún no han recibido la respuesta que sería esperable por parte de sus actores principales, que son los profesores. Incluso podría hablarse de una tolerancia o contemporización que, en el caso de los jóvenes investigadores, corre el peligro de  convertirse en su naturalización como una realidad inevitable. Factores retardantes que explican la inhibición de la respuesta esperable por parte del profesorado pueden ser la conciencia de culpa por las propias condiciones de libertad inherentes a la profesión académica, o la dificultad para la adquisición de una conciencia colectiva a causa de los valores académicos meritocráticos e individualistas, todo lo cual se traduce frecuentemente en la vergüenza en reconocer públicamente las disfunciones o frustraciones derivadas de la actividad docente e investigadora.

Como señalan las autoras del bestseller académico The Slow Professor (2016), la respuesta al devenir corporativo de la universidad pasa por el acto político de resistencia individual y, primordialmente, por la manifestación y la discusión pública de aquellos aspectos de la situación que afectan a las personas implicadas. Más allá de las reformas políticas necesarias para introducir los necesarios cambios en las instituciones de educación superior –y sin disminuir su importancia–, es necesaria una respuesta ética y un compromiso individual con algunos de los valores que aún consideramos esenciales en la docencia y la investigación universitaria. Desde la asunción de esa necesidad, manifestamos:

1.     El compromiso social de la universidad y su participación en el sistema productivo no deben impedir que ésta siga encarnando el principio de libertad de pensamiento y de crítica social, así como su función educativa y cultural general. La universidad no puede asimilarse a una empresa que provee bienes y servicios; los estudiantes no deben entenderse como clientes. Si ha de buscar y promover la excelencia y la calidad en todos sus ámbitos de actuación, ésta no debe entenderse como mera productividad y rentabilidad económica. Si ha de formar los profesionales que demanda la sociedad, la universidad no puede renunciar a formarlos en un sentido más profundo, integral y crítico.

2.     Los planes de estudios de las diversas titulaciones han de tener en cuenta los perfiles profesionales de los distintos ámbitos académicos con vistas a adoptar las demandas sociales pero no deben adaptarse simplemente a ellas sino incorporarlas críticamente y someterlas a una discusión que dé lugar a eventuales modificaciones en el propio diseño de las enseñanzas universitarias y, de manera mediata, en los propios ámbitos profesionales a los que éstas van dirigidos. La atención a las profesiones es una exigencia que las humanidades deben atender pero su sentido y función social no puede reducirse a la mera profesionalización en virtud del estado social actualmente existente. Las humanidades no sirven a la sociedad solo generando conocimientos que le sean de utilidad; a menudo su mayor servicio consiste en ponerla en cuestión y problematizarla en función de una comunidad aun por-venir.

3.     La presencialidad de la docencia debe ser defendida en condiciones normales pero han de ser exigidas asimismo las condiciones para que dicha presencialidad permita la constitución de espacios comunes de aprendizaje: número adecuado de alumnos en los grupos de docencia, número adecuado de créditos de docencia por profesor. Debería evitarse que la carga docente del profesorado se convierta en un sistema de penalización por una investigación considerada “deficiente”. Son exigibles unas condiciones materiales adecuadas para la docencia, entre las que figuran los medios tecnológicos que, no obstante, no deben ser considerados como la solución suficiente de todos los problemas planteados en este ámbito.

4.     Es necesario promover en la universidad, y en especial en el ámbito de las humanidades, una cultura de la investigación como proceso, y no como mero resultado, así como de apertura de nuevos cauces para el saber, y no como mera aplicación del conocimiento, todo ello con el fin de contrarrestar la actual tendencia productivista. No debe permitirse que el motor de la investigación sea principalmente la necesidad de acreditar los resultados de la misma para la propia promoción académica. No debe permitirse que los resultados de la investigación sean medidos principalmente por criterios cuantitativos, como el factor de impacto, que es calculado por empresas privadas, y que se limita a evaluar las investigaciones imitando los procesos de la producción económica. Esa forma de valoración sobre criterios cuantitativos y homogéneos promueve asimismo de manera injustificada el uso del inglés como lengua franca, favoreciendo formas de colonización epistémica y olvidando que las humanidades están enraizadas en formas culturales para las que la lengua es más que un medio. Si hay que admitir que la validez de los saberes no descansa en nuestro mundo en grandes relatos legitimadores (Lyotard), es urgente y necesario introducir criterios cualitativos e inmanentes en las evaluaciones de la calidad de las investigaciones, que las juzguen por sus propios méritos, no sólo por la revista o editorial en que son publicadas o por su factor de impacto.

5.     La inevitable convivencia de docentes, investigadores y gestores con el actual sistema universitario debe permitir que incorporen en sus respectivos ámbitos de actividad principios críticos de mejora del propio sistema, pudiendo eventualmente convertirse en actos de resistencia a los modos en que el sistema  académico se impone de facto. Tan urgente es la situación, que es un deber moral asumir el cambio en las propias prácticas aunque implique un menoscabo personal en la carrera académica. Si la universidad puede ser todavía un lugar de incondicionalidad y de principios, depende de nosotros.

Texto redactado por Óscar Barroso, Inmaculada Hoyos, Javier de la Higuera y Luis Sáez, profesores de la Universidad de Granada. Incluido en Berg, M. y Seeber, B. K., The Slow Professor. Desafiando la cultura de la rapidez en la academia, introducción y traducción de B. Jiménez Villar, Granada, EUG, 2022.


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